Dicen que la alegría y la tristeza vienen juntas en la vida. Que los momentos intensos se componen de esa mezcla inexorable que nos determina y revela cómo somos, qué tomamos de eso, qué queremos ver.
Estos días han sido para mí un tiempo impregnado de esos sentimientos. El sábado encontré a mi abuela en el piso, sin poder pararse, morada y asfixiada. Yo estaba sola porque mi mamá andaba fuera de Santiago y mis hermanos tenían salida con el papá. La levanté, me costó mucho porque estaba media inconciente, como con peso muerto. Llamé a un doctor y después al Samu para que viniera una ambulancia, y terminamos juntas en el Hospital del Salvador. Después vino la espera, el llanto cada vez que la miraba directo a sus ojos verdes, brillantes, preciosos. Le hice cariño como nunca en su cabecita anciana, la lavé, le hablé mucho, la acompañé hasta que me echaron. Una descompensación diabética, una obstrucción respiratoria severa y probablemente un accidente vascular. Ese fue el diagnóstico de la doctora que la vio en mi casa. Después en el hospital me dijeron que no. Que tenía neumonitis y que probablemente los pulmones estaban tan infectados que por ser diabética era difícil que se recuperara.
Me lo lloré todo. Me sentí infinitamente sola, a pesar de aquellos que me acompañaron (se los agradezco de todo corazón) y tuve tanta, pero tanta pena, al sentir que mi abuela se moría, aquí entre mis brazos, lejos de sus hijos, de sus otros nietos, de su gente querida. Sola conmigo, apoyada en mí con su cuerpo hirviendo en fiebre. Me miraba y me preguntaba por la Poletita. Y yo le decía que estaba ahí, que era yo. Y se quedaba tranquila y se dormía, hasta que despertaba de nuevo y volvía a mirarme y a preguntarme dónde estaba yo.
Después me calmé un poco. Lloré y lloré y lloré hasta calmarme exhausta. Cuando llegué a mi casa me acosté bien cerquita mío, como apretándome contra mi propio cuerpo. Y recé. Recé con un fervor que no encontraba hace años. Y me di cuenta de que esto era un regalo, de que yo tenía el privilegio de haber compartido esto con ella. Por algún motivo (inexpugnables designios...) fui yo, y nadie más. Y entre la pena apareció una emoción y una paz inmensas. Fue mi momento de reconciliación. De reencuentro con esta mujer grande que me cuidó toda mi infancia, que me enseñó a rezar, a jugar dominó, que se dejaba perder para que yo no llorara. Yo me acostaba entre su guata redonda, calentita, y me dormía profundamente como un cachorrito. En esa casa de antaño, donde las ventanas sonaban fuerte cuando las micros pasaban por Simón Bolivar, no había un lugar más acogedor en el invierno que ese rincón que sólo yo ocupaba en el cuerpo de mi abuelita.
Después fui creciendo y me separé cada vez más de ella. Abuelita no lave, no planche, no se agache, no salga sola, pero puta abuelita si le dije que no lo hiciera. Y ahora en la ambulancia, donde ella dependía de mí tanto como yo había dependido de ella. El doctor en el hospital me dijo que me calmara, que agradeciera, que le había salvado la vida a mi abuelita. Y ahora lo entiendo. Cuando corro en los pasillos, a escondidas, para poder sortear al guardia imperturbable que con cara de póker e indiferente a mis ojos húmedos, me mira y me dice: este no es el horario de visita. En esos pasillos lo entiendo. Y cuando entro a la pieza compartida, y ella abre sus tremendas pepas verdes y se ríe y me dice: dónde estabas!!! sacándose automáticamente la mascarilla que le da oxígeno.
Hoy la vi de nuevo. Es su tercer día hospitalizada. La besé, la abracé, le hice cariño. Le conté que no había podido ir a verla antes porque estaba trabajando. Ooooy-me dijo- estoy tan orgullosa!! Y la vi tan feliz de verme, tan agradecida, con tanta paz ahí en su camilla, a pesar de las sondas, la máquina para su corazón, los sueros, el oxígeno, los moretones. La vi tan niña de nuevo, con tanta ilusión. Con tantas ganas de mejorarse...
Me emocioné mucho. Por primera vez sentí que yo tenía el poder de sacarle una sonrisa, de animarla y revivir sus energías...
Mi mamá, que volvió de Iquique el domingo, pudo hablar con el doctor hoy. Le dijo que mi abuelita tiene un tumor que se le ha ramificado a los pulmones. No saben si es cancerígeno o no, pero sí saben que el pronóstico es malo.
Ayer pasó una mala noche. Tuvo unos problemas de taquicardia y arritmia y si no hubiese estado hospitalizada se nos muere. Eso dijeron allá. Y de nuevo toda la emoción y la alegría se mezclaron con esa pena inmensa, esa pena profunda. También la culpa, la rabia de no haberla aprovechado más, de no haberme dado cuenta antes de que estaba ahí, tirada, esperando que alguien pudiera levantarla. Todas las emociones juntas, como dos caras de una moneda. Sin embargo, agradezco. Agradezco haber tenido esta oportunidad para procesarlo, para despedirme, para reencontrarme con esta mujer que nos trajo a todos nosotros a la vida. Y que nos une hoy más que nunca como familia. Es que ya dije antes,
mi abuelita es grande. Es inmensa.